«Sin el agua, Cartagena no sería Cartagena»

Cartagena de Indias, la histórica ciudad amurallada de Colombia, ha estado marcada por su estrecha relación con el agua. Mucho antes de la llegada de los colonizadores, las comunidades indígenas que habitaron la región Caribe colombiana vivían en armonía con los cuerpos de agua que dominaban el paisaje. Estas comunidades poseían un conocimiento profundo del entorno acuático, para lo cual desarrollaron sistemas de canales y humedales que regulaban las inundaciones y optimizaban el uso del agua.  

Alfonso Cabrera, arquitecto y experto en patrimonio arquitectónico y cultural de Cartagena, explica que «los zenúes hicieron el mayor distrito de riego del mundo con aproximadamente 400 000 hectáreas con canales en los alrededores de los ríos Sinú, Cauca, San Jorge e, incluso, el Magdalena. Eran personas que vivían en el agua, con el agua y para el agua, y no vivían en contra de ella. Estas culturas conocían los ríos y sus ciclos de inundaciones, y se adaptaron», declara el arquitecto.

Sin embargo, con la llegada de los colonizadores españoles en el siglo XVI, esta simbiosis se vio afectada. El enfoque, para el caso de Cartagena, pasó a la construcción de una ciudad fortificada que pudiera protegerse de los piratas y las incursiones de otras potencias europeas. La Cartagena colonial fue diseñada como una fortaleza militar, con gruesas murallas que protegían sus riquezas, pero que también significaron una alteración al entorno natural utilizando el agua mediante fosos húmedos para su protección.

Durante el período colonial, la ciudad creció como uno de los más importantes puertos comerciales del Caribe hispano, pero, a medida que se expandía, con el advenimiento de la república, se daba la espalda a la interdependencia con el agua. 

Cabrera comenta que «el puerto de Cartagena era el hub de la época. La medicina, la cultura europea, la africana, los primeros edificios, los primeros científicos y sus expediciones, incluyendo Humboldt, entraron a Colombia por Cartagena». La construcción del puerto y las fortificaciones alteraron las dinámicas naturales de los cuerpos de agua de la ciudad, lo que generó, con las nuevas dinámicas urbanas del período republicano, una serie de problemas ecológicos que se acumularon con el tiempo. 

Las infraestructuras coloniales, aunque esenciales en su momento, sentaron las bases de problemas que emergen con mayor fuerza hoy en día. En opinión de Cabrera, «la ciudad estaba perfectamente diseñada, incluso mejor que la ciudad actual»; sin embargo, el crecimiento no planificado de la ciudad rompió su conexión con los cuerpos de agua. 

Con el paso del tiempo, Cartagena ha experimentado una expansión urbana significativa, especialmente en las últimas décadas. Este crecimiento ha traído consigo un desarrollo de infraestructuras, muchas veces sin un plan a largo plazo que contemple los riesgos climáticos y ecológicos de la región.

Al respecto Cabrera explica que «en la época colonial, la ciudad se planificó sobre una ciudad preexistente, que corresponde con la ciudad amurallada, que hoy es Patrimonio Cultural de la Humanidad declarado por la Unesco, pero el resto de la ciudad fue creciendo sobre la espontaneidad, no sobre un plan», concluye. 

La Cartagena colonial se pensó como un bastión defensivo, pero también como una ciudad conectada con su entorno natural, especialmente con el agua. En su momento, los ingenieros coloniales supieron aprovechar los cuerpos de agua para construir una ciudad más resiliente. Sin embargo, en las siguientes décadas, la ciudad creció sin considerar su relación con el agua, lo que la ha vuelto vulnerable antes los efectos climáticos. «Cartagena tiene 70 kilómetros de caños, pero no los hemos aprovechado. Podríamos movernos por toda la ciudad en lanchas y sería mucho más rápido que en automóvil», destaca el arquitecto.

Lecciones del pasado y amenazas del presente

El ascenso del nivel del mar es una de las principales amenazas que enfrenta Cartagena en la actualidad. Según las proyecciones, el mar podría adentrarse en la ciudad en las próximas décadas, lo que afectaría no sólo al turismo, sino también las a comunidades más vulnerables. «Estamos tentando a la suerte. El mar tumbó las murallas tres veces en el pasado y creemos, con arrogancia, que no nos volverá a pasar. Pero estamos olvidando las lecciones del pasado», advierte el investigador.

Uno de los mayores problemas es la falta de un plan integral de defensas costeras para abordar el cambio climático y sus efectos. Si bien se ha hablado de un proyecto para recuperar las playas, Alfonso enfatiza que esto no será suficiente para mitigar las inundaciones. «Estamos construyendo defensas hacia el mar abierto, pero el mar está entrando por el patio trasero, por la bahía. ¿De qué nos sirve proteger, por ejemplo, Bocagrande por delante si toda la ciudad se podría inundar por detrás?», cuestiona Cabrera.

El investigador enfatiza que debemos aprender de las grandes culturas prehispánicas, quienes convivían en armonía con el medio ambiente. En lugar de ver al mar como un enemigo, Cabrera sugiere que debemos aprender a integrarlo en nuestras soluciones urbanas: «Si trabajáramos de igual a igual con el medio ambiente, podríamos usar la inteligencia natural para protegernos y adaptarnos».

Un ejemplo de esto es la propuesta para crear un sistema de transporte intermodal basado en los canales de la ciudad. Según el investigador, no solo sería una opción más rápida y eficiente, sino también una forma de reconectar a la urbe con su entorno acuático. Además de la construcción de diques, esclusas y otras infraestructuras, similar a lo que se ha hecho en lugares como Países Bajos o Venecia, Italia. «Holanda lleva cerca de 400 años luchando contra el mar y ahí están. Tienen medio país por debajo del nivel del mar, pero han construido diques, autopistas y parques que funcionan de manera integrada», declara.

Para Cabrera, el cambio climático no debe ser una excusa para la inacción, sino una oportunidad para transformar la ciudad de manera sostenible: «Nosotros debemos garantizarles tranquilidad a las generaciones de los próximos 100 años, por lo menos 50 años, pero si no lo hacemos, nuestros hijos van a tener que migrar a las zonas montañosas de Colombia. Si no hacemos un plan de defensa en el borde costero que proteja la ciudad y los demás pueblos de la costa Atlántica, estamos `durmiendo el sueño´. Todavía nos queda un poquito de tiempo», advierte.